El daño cerebral adquirido afecta a
unos 11.000 vascos, pero la red de rehabilitación es mínima. Dos
afectados explican su experiencia desde que volvieron a nacer
DV. Estitxu Amador tenía 25 años en
1998, cuando ejercía su profesión, ingeniera informática, en Madrid,
donde vivía con su novio Santi y sus tres gatos. Le gustaba leer,
correr, patinar, nadar... Tenía la carrera de música, tocaba el txistu y
daba clases. Hablaba «perfectamente» euskera y francés. Había
aprovechado bien un cuarto de siglo y tenía toda la vida por delante.
José Manuel habla de su hija con orgullo de padre,
mientras la acercan a la mesa en su silla de ruedas. Estitxu tiene la
cabeza gacha y el rostro inexpresivo. «Eh, joven, ¿esa carita?», le
insta su padre, y ella la levanta y sonríe como puede, más con sus ojos
que con sus labios.
En el puente de mayo de 1998, Estitxu estaba en casa de
sus padres en Donostia. De repente, se agarró la cabeza, exclamó 'qué
dolor', «y ahí se acabó. Perdió la consciencia y se le volvieron los
ojos». José Manuel recuerda el momento de la hemorragia cerebral y ella
sufre al oírle. Tras debatirse entre la vida y la muerte, volvió a
nacer. «Un día abrió los ojillos, y poco a poco fuimos viviendo».
Comenzaron a comunicarse con parpadeos: uno, «sí»; dos, «no». Así
descubrieron que su cabeza estaba «bien». Santi no estaba allí.
Estitxu padece daño cerebral adquirido (DCA), es decir,
una lesión en el órgano más importante del cuerpo y que coordina todos
los demás. Sus causas principales son los accidentes que provocan
traumatismos craneoencefálicos y los ataques cerebrales, también
llamados ictus, primera causa de muerte entre las mujeres y segunda en
los hombres.
Muchas personas sobreviven a esos episodios con secuelas
que varían según la zona del cerebro dañada. Puede afectar a la
movilidad, los sentidos, la comunicación, la inteligencia, la atención,
la memoria, las emociones y la conducta. El epidemiólogo Javier Mar ha
calculado que alrededor de 11.000 vascos sufren discapacidad en la
actualidad por el DCA.
Dependiente
Estitxu ha perdido, aunque no en su totalidad, la
movilidad de brazos y piernas. Hay que llevarla al baño, desplazarla,
partirle la comida, asearla... «Está estabilizada y no se esperan
cambios», informa el responsable del centro de día de Aita Menni en
Donostia, el psicólogo Iñigo Urrutikoetxea. También señala que su
consciencia, su atención y su memoria están «relativamente preservadas».
Con el ordenador del centro, Estitxu sólo necesita tiempo
para comunicarse. El segundero del reloj, sobre la mesa, recuerda su
paso con varios latidos entre clic y clic del ratón con el que ella
señala letras en la pantalla. Escribe mayúsculas, tildes, puntúa bien y
corrige las erratas. Después, manda a la máquina que lo diga por ella.
Así, Estitxu explica que, cuando se dio cuenta de que no
se podía mover, sintió como si se hubiera terminado su vida. «No fue
así, afortunadamente», interviene José Manuel, siempre sonriente, porque
casi pierde a una hija. Ella continúa: durante cuatro años, conservó la
esperanza de volver a moverse, pero en 2002, en Barcelona, tras
operarle, le dijeron que no podían hacer más. Aquello fue «más duro», si
cabe, que despertarse tras el ataque.
«Me gustaría enormemente poder volver a ser quien yo
era», escribe. Lo que más echa de menos es su autonomía, poder hablar y
andar por sí misma, que es lo que hace en sus sueños. Sufre mucha
ansiedad, confinada dentro de su cuerpo inerte.
Viaja con sus padres. El lugar que más le ha gustado es
la Alhambra granadina y volvería a Cuba. Pero en casa es «feliz». Le
gusta la televisión, sobre todo el concurso Pasapalabra.
Escucha a Queen y George Michael. En el centro, lo que más le place es
la comida, la siesta y el ordenador. Sus amigos de antes siguen con su
vida y a veces le visitan.
Santi reapareció cuatro años después del accidente. Llama
la atención ese retorno tardío tras su ausencia inicial. «Pero él era, y
sigue siendo, mi novio», escribe Estitxu en un cuaderno, y lo subraya
con una mirada feliz que no admite dudas. Se mandan correos y poco
importa que no se hayan visto en los últimos cinco años. Ella lo ve por
las noches en sus sueños, en los que incluso se han casado. Después,
despierta, la traen al centro, y a vivir, día a día. «Qué remedio», dice
con un hilo de voz, mientras sonríe con sus ojos azules.
Próximamente, La segunda vida de Nando
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